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INTRODUCCIÓN
Hasta finales del siglo XX, los principales problemas alimentarios de la población en países en desarrollo tenían que ver con las consecuencias de la desnutrición, el retraso en el crecimiento de los niños o con las anemias en mujeres en edad de procrear1. En cambio a día de hoy, en este recién estrenado siglo XXI, el panorama ha cambiado por completo: Si en 1974, se contabilizaban 105 millones de obesos en el mundo, en 2014, tan solo 40 años después se contabilizan más de 640 millones2, de los cuales más de 44 millones son niños menores de 5 años3.
A pesar de los esfuerzos realizados a escala mundial para el manejo de esta situación, a día de hoy no ha habido ningún país en el mundo que haya invertido la epidemia de obesidad para todos los grupos de edad de su población4. No solo la obesidad, sino la mayor parte del espectro de enfermedades metabólicas están directamente ligadas al desarrollo de estilos de vida que incorporan un exceso de factores de riesgo asociados tales como el sedentarismo, los malos hábitos dietéticos o tiempos de permanencia sedentaria excesivamente elevados por nombrar algunos.
Sabemos con certeza que gran parte de estas patologías, tales como el cáncer, la apoplejía, la diabetes o la patología coronaria son potencialmente prevenibles a través de modificaciones del estilo de vida5, pero a pesar de ello sigue habiendo muchas dificultades en la implantación de políticas de salud pública que vayan en favor de revertir estas tendencias. La propia OMS reconoce su incapacidad fijando un objetivo más que conservador para el años 2025: contener el aumento de la prevalencia de la obesidad y mantenerla en el nivel de 2010. Es decir que básicamente se trata de evitar que una situación preocupante empeore6.
EL BUENO, EL FEO Y EL MALO O COMO USTEDES PREFIERAN.
La obesidad puede definirse como una situación en la que existe una acumulación anormal y excesiva de grasa perjudicial para la salud7. Lo interesante, no obstante, no es tanto la definición sino conocer cuales son los mecanismos de acción que van marcando la susceptibilidad al desarrollo de este cuadro, e ir descubriendo los factores de riesgo que mantienen fijos estos mecanismos de acción. Tres actores principales entran en acción en este cuadro metabólico: el tejido adiposo, es decir, la grasa corporal, el sistema inmunitario y el cerebro. Dos son los que dominan: el tejido adiposo y el sistema inmune. Mientras uno siempre pierde la batalla: el cerebro.
Desde esta perspectiva de juego a tres, podríamos dar una definición alternativa a la obesidad como un cuadro en el que un cerebro sin apenas energía tiene que desarrollar estrategias alternativas para cubrir su demanda y necesidades básicas8, desarrollando por el camino toda una gama de conductas: alimentarias sí, pero también de orden cognitivo, social, emocional y sexual que, aunque en origen persiguen un fin loable, nutrir al cerebro y ajustar el gasto energético, por el camino tienden a activar tanto al sistema inmune como al tejido adiposo. Tanto el sistema inmune como la grasa corporal, verdaderos actores protagonistas en esta historia, son capaces de mantener las dificultades de captación de energía en el cerebro a través fundamentalmente del asesino silencioso conocido como inflamación9.
¿INDUCCIÓN AL CAMBIO?
Al ser humano no le gustan los cambios. Cualquier cambio exige un gasto extra de energía y esto, precisamente en un cerebro carente de ella, se convierte directamente en una quimera: pedir a un cerebro hambriento que cambie su conducta nutricional, social, cognitiva, emocional y sexual es como pedir peras a un olmo. Cualquier estrategia global que busque dar vías de solución a esta situación, debe contemplar el carácter multivariable que se esconde detrás del cuadro. La obesidad es un problema enraizado a cinco niveles, insisto: fisiológico, cognitivo, emocional, social y sexual, condicionado tanto por el contexto vital que se expresará epigenéticamente, como con la susceptibilidad genética heredada.
Conocer cuales son las estrategias que tiene el cerebro, para anteponer su necesidad energética a la de cualquier otro órgano, parece ser un elemento clave en la comprensión profunda de esta patología, al igual que identificar fuentes energéticas alternativas que puedan nutrir al cerebro mientras se proponen cambios más profundos, y necesariamente sostenibles en el tiempo, basados en modificaciones del estilo de vida que puedan ser puestos en marcha por los pacientes.
Descifrar los mecanismos que están detrás de algunas estrategias inmunitarias de reactivación, tales como la resistencia a la insulina o leptina parece entonces fundamental, al igual que ir descubriendo los factores de riesgo que pueden estar detrás de ellos, y que son:
Todos estos factores de riesgo y otros muchos explican el cuadro conductual propio de la obesidad, que a continuación apuntamos de forma esquemática;
Una gran dificultad para regular el apetito y la conducta alimentaria
La pérdida del biorritmo que nos corresponde
Un desarrollo de conductas no permisivas: como la pérdida de líbido sexual, el aislamiento social, y la baja motivación para la actividad física.
La disminución del metabolismo basal; lo cual facilita fundamentalmente la ganancia de peso y la acumulación de grasa corporal hasta tal extremo de modificar el programa metabólico hipotalámico que regula la acumulación de grasa en el cuerpo, generando un nuevo umbral16. Cuando esto ocurre, las dietas hipocalóricas ya no funcionan y el ejercicio físico tampoco induce un gasto energético como el que debería. En este momento todo el metabolismo en el organismo está diseñado para almacenar energía, no gastar mucho y si en algún momento se llega a perder peso, recuperarlo inmediatamente.
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Os espero el próximo sábado 4 de Febrero.
REFERENCIAS
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13 Marzo
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